sábado, 21 de abril de 2007

Un gentleman nunca reniega de sus orígenes

Un gentleman nunca reniega de sus orígenes.
Es usual que se refiera con orgullo a que su sus ancestros fueron "gente de trabajo" e inclusive, subrayar la condición de labriegos o que ejercieron oficios o artes realizadas con el trabajo manual.
El trabajo hecho con las manos, lejos de avergonzar, enaltece.
Circunstancia harto común en casi toda Europa , a excepción de España, donde el trabajo manual es descalificado hasta considerarlo vergonzante.
Un pantallazo de los orígenes de esa forma de pensar "laborofóbica", se pueden encontrar en una descripción de la sociedad de Sevilla , en el siglo XVII.
Llegar a ser noble era la aspiración universal, mediante la compra de tierras, fundación de un mayorazgo y adquisición de una carta de hidalguía.
La coyuntura económica favoreció esta fuga hacia arriba, para alcanzar la cúspide de la pirámide social.
Era lo que se ha llamado "traición de la burguesía" que influirá en la crisis del siglo XVII. La burguesía y las clases medias, deseosas de prosperar, consideraron que para lograr el prestigio social y la nobleza lo primero que había que hacer era abandonar los oficios "viles", el trabajo manual y ciertas formas de comercio, e incluso borrarlos de la memoria familiar, máxime cuando muchos de ellos eran de origen judío. La burguesía abandonó sus actividades mercantiles, industriales, prestamistas, etc. para convertirse en rentistas de juros, en el disfrute de las rentas de tierras, de algunos cargos burocráticos o concejales, etc.
Los que descendían de judíos porque querían ocultar su linaje; los que no porque no querían caer en sospechas por sus actividades. La mayoría, pues, sólo deseaba hacerse noble, vivir de las rentas, preferiblemente si estas provenían de la propiedad de la tierra, y gastar.
Un ejemplo de esta mentalidad la encontramos en el abuelo de Santa Teresa de Jesús, condenado en 1485 en Toledo por la Inquisición, acusado de converso judaizante. Tras sufrir condena marchó a Ávila, compró tierras y pasó por hidalgo. A su hijo, padre de la santa, se le reconoció como noble (aunque su expediente dejaba clara su ascendencia judía), pero se las ingenió para que los encargados de la investigación pasaran por alto este detalle. Así consiguió la exención fiscal correspondiente y todos los privilegios inherentes al estamento nobiliario, si bien éste sólo podía mantenerse con una economía desahogada, pues el hidalgo arruinado, tan presente en la literatura picaresca, resultaba ya por entonces ridículo.
Otro ejemplo nos lo encontramos en las Constituciones del Colegio-Universidad de Osuna -y no era el único- en que las "informaciones" exigidas a los candidatos a colegial debían probar que tenían en dos generaciones sangre de cristiano viejo y que ni sus padres o abuelos "habian tenido oficio baxo, vil y mecánico". Perfecta descripción de lo innoble.
Por las desventajas sociales que suponían ser un plebeyo, un "currante", la picaresca también se daba en las clases medias: algunos comerciantes se hacían tonsurar para evitar impuestos. Había clérigos carniceros, notarios, buhoneros,...
En resumen, parece que los españoles no querían trabajar; el trabajo manual es una maldición bíblica que deshonra al que lo ejerce: "trabajar no es trato de nobles". La perversa idea de que el trabajo dignifica es propia de la moral protestante, de la que el español procura situarse lo más lejos posible. Dejaron para otros las tareas más duras; así vinieron numerosos extranjeros atraídos a la Península por los altos salarios.
Ello justifica las palabras del viajero italiano Guicciardini que, al final del siglo XV decía de los españoles:

"...Estiman vergonzoso el comercio; la gran pobreza del país no se debe a las cualidades del mismo sino a la vagancia de sus habitantes; mandan fuera las materias primas para que allí las industrialicen; viven en casas miserables y lo que tienen que gastar se lo gastan en ellos mismos o en una mula llevando encima más de lo que queda en casa".

sábado, 14 de abril de 2007

Un gentleman es hijo del trabajo. Un hidalgo no.

Observaciones de un pensador venezolano, que pueden aplicarse a toda América Latina.
Los venezolanos y el trabajo
Arturo Uslar Pietri
Sábado, 1 de marzo de 1997
Esta es una introducción un poco solemne que hago y que no corresponde a mi intención. Cuando tuve noticias de que se estaba preparando este ciclo de conferencias, le di mi apoyo más entusiasta, porque considero que se trata de un tema fundamental que está, hoy en día, en el centro mismo de lo que pudiéramos llamar el problema venezolano, y que una reflexión seria, responsable, confiable sobre qué se puede hacer para que en la mente del venezolano medio se restablezca esa relación rota entre la idea de trabajo y la idea de riqueza es de una importancia fundamental.

Culturalmente, el venezolano no ha asociado nunca la idea de riqueza con la idea de trabajo. Este es un aspecto muy importante, digno de ver. Somos los hijos de una herencia cultural y, en el fondo de nosotros, a veces subconsciente o inconscientemente, aparecen esas concepciones casi instintivas que hemos recibido, que hemos mamado, que hemos heredado de un pasado muy remoto.

Los tres grandes actores culturales que formaron, por así decirlo, el sustrato cultural de la Venezuela actual no nos dieron una herencia positiva que asociara la idea de trabajo y la idea de riqueza. Todo lo contrario.

Habría que empezar por evaluar esa herencia cultural. Empecemos por el español del siglo XVI; no valoraba el trabajo, lo despreciaba, el trabajo era servil, el trabajo descalificaba socialmente, no se podía ser hidalgo, condición a la que aspiraban millares de
españoles o que la ostentaban, si se podía probar de alguna manera que se había trabajado alguna vez o que se trabajaba.
Para el hombre de condición, para el hombre de respetabilidad social, el trabajo no entraba en las posibilidades, las cuales eran muy sencillas: o la corte, la función pública; o la guerra, la acción armada que permitía a una persona subir socialmente; o la iglesia. Esos eran los caminos que estaban abiertos. El camino del trabajo no existía porque descalificaba socialmente.

Hay dos personajes que la literatura española del siglo XVI ha retratado adnirablemente y que reflejan este conflicto fundamental. Uno es el hidalgo. Don Quijote era la personificación del hidalgo por excelencia, pero como Don Quijote había millares de hombres que vivían en la pobreza, en la mayor estrechez, para mantener sus pretensiones de nobleza, para no descalificarse socialmente, llegando a los mayores sacrificios. En uno de los grandes libros de la literatura española del siglo XVI. El lazarillo de Tormes, que es una obra fundamental para entender nuestro pasado cultural, se pinta el caso del hidalgo que se moría literalmente de hambre, que mandaba a su criado a pedir limosna en las calles porque el no podía trabajar, porque él no debía trabajar, porque si trabajaba se descalificaba socialmente. Había un menosprecio inmenso del trabajo, el trabajo descalificaba, el trabajo era servil, era para los villanos, para los servidores pagados, pero la gente que aspiraba a alguna consideración social no podía trabajar. Eso duró mucho tiempo y eso lo trajeron a América los conquistadores españoles. Los hombres que venían a la conquista de América venían porque no querían trabajar, venían de hacer actos heroicos, a jugarse la vida para no trabajar, para ser señores, venían a América a ser señores y eso estaba en el fondo de la mentalidad de ellos, de modo que el trabajo no entraba en su panorama moral y social.

Eso llegó hasta el final de la colonia. Ya muy adelantado el siglo XVIII, el padre de Don Francisco de Miranda se vio negado y objetado en su aspiración a que se le considerara miembro de la nobleza criolla porque tenía una tienda, trabajaba, y eso lo descalificaba socialmente. Esta es una herencia muy importante que está en el fondo de nuestros genes, el menosprecio al trabajo, y que lo refleja mucho el refranero criollo, el trabajo es para los burros, el hombre inteligente y vivo no necesita trabajar, tiene otras vías y otros caminos.

El otro personaje, junto con el hidalgo, que aparece en la España del siglo XVI es el pícaro. El pícaro también explica nuestra herencia cultural. Así como el hidalgo se dejaba morir de hambre para no trabajar, el pícaro hacía las cosas más audaces, atrevidas e ingeniosas para no trabajar, para vivir al margen de la sociedad haciendo engaños, maniobras y vivezas.
Junto a ellos tenemos a otro actor cultural, el indio. El indígena, en general, estaba en una etapa muy primitiva de evolución y la mayor parte de ellos era cazadora y recolectora, de modo que la idea de trabajo, el concepto europeo de trabajo, no entraba en su mente.
El primer gran fracaso que tuvo la colonización española en América, allá en la época de Santo Domingo, fue la imposibilidad de hacer que el indio trabajara. No podía trabajar, no entendía el trabajo. El no trabajaba, él cazaba, pescaba, recolectaba frutas, pero no entendía que existía un horario y que se le pagara por ello. Eso no entraba en su tradición cultural, ni se alimentaba para hacer un trabajo sostenido, ni entendía que eso fuera otra cosa que una arbitrariedad y, por lo tanto, trabajaba mal, se fugaba, se sublevaba, y eso explicó porque tuvo que venir el africano.
De modo que por el indígena no nos viene una herencia de trabajo, sino una herencia de vida en la naturaleza que provee lo necesario por la caza y la recolección, que no tienen nada que ver con lo que es propiamente el trabajo.
El otro gran personaje fue el africano. El africano era el esclavo y el trabajo era la obligación de los esclavos, y fueron los esclavos los que hicieron con su trabajo lo que había en este país a fines del siglo XVIII como riqueza. ¿Cómo podía el esclavo asociar la idea de trabajo con la idea de riqueza, si el trabajo era una maldición, era una condición servil de la que había que huir? El trabajo no podía asociarse en él con ninguna idea de riqueza porque él no podía enriquecerse. Lograban tener a veces un pequeño peculio, por favores del amo, pero como actividad lucrativa la esclavitud no lo fue nunca.
Esas tres fuentes culturales están en el fondo de nuestra subconsciencia y explican en gran parte por qué tenemos tan poco aprecio por el trabajo como fuente de riqueza, por qué ni el español, ni el indígena, ni el africano pudieron formarse nunca esa asociación de ideas.
Históricamente, tampoco. La primera gran diferencia que hay entre la colonización de la América del Norte y la colonización española de la América Latina es la razón por la que se hizo la colonización y cómo se hizo la colonización de la América del Norte. La hicieron colonos, grupos de familia, de trabajadores rurales, el hombre, la mujer y el hijo que habían sido granjeros en Inglaterra y que se trasladaban a América a hacer lo mismo, a ser granjeros, a establecer una familia, a iniciar una explotación agrícola en medio de los indígenas.
Los españoles no vinieron a ser granjeros, ni lo fueron nunca. Venían a ser conquistadores, venían a lograr un destino señorial en el cual no entraba nunca la idea de que ellos podían venir con su familia a establecerse, a trabajar un pedazo de tierra a labrarlo.

Ese es un hecho muy importante para descubrir muchas de nuestras actitudes tradicionales. Históricamente, Venezuela comienza con los conquistadores , cuando se empieza la aventura de descubrir el territorio venezolano, lo que más tarde vino a ser Venezuela. La primera penetración, la primera exploración de todo el territorio venezolano, duró más de un siglo, y lo que permitió inventariarlo realmente tuvo una sola causa y solo motivo:: la búsqueda de El Dorado. No podía haber asociación más violenta de riqueza con azar, ni divorcio más completo de riqueza con trabajo.

Los Welser y los conquistadores españoles son coetáneos y vinieron a América no a establecer sociedades productivas, no a colonizar, no a establecer familias ni núcleos familiares; vinieron a buscar El Dorado. Eso duró más de un siglo, hasta bien entrado el siglo XVII, y se recorrió todo el terrotorio de Venezuela en las búsqueda de ese fantasma prodigiosos, de la inmensa riqueza, de la más grande riqueza. La búsqueda de El Dorado es la busqueda del tercer imperio, el más grande de todos. La etapa de las Antillas de la conquista española fue siempre un fracaso, no encontraron oro, no encontraron esclavos, los españoles no vinieron a trabajar, de modo que el resultado fue muy negativo. Pero muy pronto encontraron a México, el primer gran imperio, encontraron aquella presencia inmensa de una sociedad madura llena de riqueza y llena de oro, fue un gran descubrimiento para la rapiña. Muy poco después se descubrió el segundo gran imperio, el Perú, que fue igualmente otro hallazgo descomunal, en el que se encontró lo que está simbolizado por aquella escena del cuarto que llenó Atahualpa de oro hasta donde alcanzaba la mano de un soldado extendida. De modo que eso hizo pensar que existía otro gran imperio más rico que México y el Perú y ese tercer imperio debía ser El Dorado. Se le buscó por todas partes, en el territorio del actual Ecuador, en la meseta de Bogotá. Se le buscó intensamente en toda Venezuela, por los llanos y por la selva amazónica. Se le buscó por el Amazonas mismo y terminó en la última y trágica etapa de la aventura de Walter Raleigh, ya entrado el siglo XVII, que vino a buscar El Dorado, que anunciaba que era el más rico imperio del mundo, que haría de la reina de Inglaterra un monarca más rico que el Gran Turco.
De modo que empieza el país con esa visión de El Dorado y, cuando no se le encuentra, lo que surge es una resignación: han fracasado, van a tener que trabajar.

A este propósito quiero recordarles un dato curioso.
En el siglo XVI unos conquistadores españoles de la actual Argentina le escribieron una patética carta a Felipe II pintándole las miserias horribles en que estaban y la escazes espantosa en aquella tierra, que es una de las más fértiles y ricas del mundo, y para mostrar el extremo grado de pobreza y de desamparo en que estaban le decían; "Hemos tenido que llegar a trabajar con nuestras manos!" -la generación del ideal señorial.
De modo que la colonización venezolana del siglo XVIII se hace como la herencia de un fracaso: no se encontró El Dorado y hemos tenido que ponernos a sembrar y poner a trabajar a los esclavos para mantener algún aspecto de vida señorial.

Cuando viene la Independencia surge una nueva actividad en Venezuela que es muy importante de estudiar, que es la guerra. El venezolano no llegó a asociar en la colonia la idea de riqueza y la de trabajo por la sencilla razón de que quienes trabajaban eran los esclavos, quienes no se podían hacer ricos de ninguna manera. En cambio, los señores que sí eran ricos, o que se podían hacer ricos, esos no trabajaban y tenían mucho cuidado de no trabajar porque eso los descalificaba socialmente. Cuando viene la independencia con el siglo XIX y empieza la época de las guerras civiles, la gran aventura ya no fue El Dorado, la gran aventura es la guerra. Entonces se asocia la idea de riqueza con la guerra. El porvenir, la posibilidad de mejorar, consistía en meterse en una montonera, asaltar el pueblo vecino, saquearlo, robarse el ganado, sumarse con otra montonera más adelante, llegar a constituir una fuerza suficiente para aspirar a coger el gran botín, que era el gobierno, apoderarse del Estado y, con esa llave, de la riqueza nacional. Así se asocia el poder político con la riqueza. La manera de hacerse rico era teniendo acceso por medio de las luchas armadas con un rango militar, y eventualmente la Presidencia de la República, que abría la posibilidad de todos los negocios.

Los Presidentes de Venezuela en el siglo XIX, con muy contadas excepciones, llegaron a ser los hombres más ricos del país, José Antonio Páez fue el hombre más rico en su tiempo, los Monagas llegaron a tener una enorme riqueza, Antonio Guzmán Blanco llegó, y alardeaba de ello, a ser uno de los hombres más ricos de América Latina, y esa tradición se perpetuó hasta Juan Vicente Goméz, que llegó a realizar una gigantesca concentración de riqueza.

La guerra y la política sustituyeron la idea de trabajo. Guerra, política y riqueza eran las misma cosa.

miércoles, 11 de abril de 2007

Definición de un caballero, según Newman

Definición de un caballero según el Cardenal Newman, tomado de "La Idea de una Universidad", serie de disertaciones ofrecidas en Irlanda en 1852 (1).
"Podría decirse que prácticamente la definición de un caballero es la de aquel que nunca inflinge dolor. Esta es una descripción tan exacta como refinada.
Un caballero se ocupa principalmente en remover aquellos elementos que obstaculizan la libre acción de quienes que lo rodean.
Procura colaborar más que encabezar iniciativas por sí mismo.
Si bien la naturaleza nos provee de los medios naturales para el reposo y nos ofrece el calor animal, los beneficios de un caballero pueden equipararse a la comodidad que nos brinda una silla confortable ó un buen hogar encendido; ambos mitigan nuestro frío y fatiga.
Un verdadero caballero evita cuidadosamente ocasionar un sobresalto en las mentes de aquellos con quienes trata, evita todo enfrentamiento de opiniones, coalición de sentimientos, restricciones, sospechas, tristezas ó resentimientos.
Su principal preocupación radica en que cada uno se sienta cómodo como en su casa. Sus ojos están puestos en todas sus compañías, es considerado con los tímidos, gentil con los distantes y misericordioso hacia los absurdos.
Recuerda a todas las personas con quienes estuvo conversando. Se cuida de hacer acotaciones in tempestuosas ó mencionar tópicos irritantes. Rara vez destaca en las conversaciones y jamás resulta tedioso.
No le pesan los favores mientras los realiza y parece recibir precisamente aquello que está confiriendo. Nunca habla de sí mismo excepto cuando está obligado y jamás se defiende mediante una simple réplica.
No tiene oídos para los chismes ni las calumnias. Es escrupuloso para comprender los motivos de aquellos que interfieren y trata de interpretar todo de la mejor manera posible. Jamás es desconsiderado ó mezquino en sus disputas ni tampoco se aprovecha de las ventajas injustas.
No confunde las personalidades ni tampoco deja de ver la diferencia entre lo que es una observación tajante y un argumento.
Tampoco hace insinuaciones sobre hechos nefastos sobre los que no se atreve a hablar francamente.
Ejerciendo una prudencia de largo alcance observa la máxima de aquella antigua saga que dice que debemos conducirnos con nuestros enemigos como si un día fueran a ser nuestros amigos.
Tiene demasiado sentido común como para sentirse afectado por los insultos, está suficientemente ocupado como para recordar injurias pasadas y es lo suficientemente indolente como para soportar las malicias.
Es paciente, contenido y resignado a los principios filosóficos.
Soporta el dolor porque sabe que es inevitable, a las aflicciones porque son irreparables y a la muerte porque es su destino.
Si entra en algún tipo de controversia su intelecto disciplinado lo preserva de cometer una desatinada descortesía propia de las mentes menos educadas. Estas últimas, cual armas romas cortan y desgarran en vez de realizar cortes limpios, confunden el motivo principal del argumento, gastan sus fuerzas en trivialidades, juzgan mal al adversario y dejan al problema peor de lo que lo encontraron.
El caballero puede estar en lo correcto o estar equivocado en su opinión pero tiene demasiada claridad mental como para ser injusto.
Así como es de simple es de fuerte, así como es breve es también decisivo. En ningún otro lugar encontraremos mayor candor, consideración e indulgencia.
Se arroja hacia las mentes de sus oponentes tomando en cuenta sus errores.El conoce la debilidad de la razón humana así como su fortaleza, su competencia y sus límites.
Si el caballero no fuera un creyente aún así tendría una mente lo suficientemente amplia y profunda como para no ridiculizar la religión ó actuar en su contra.
Es demasiado sabio como para ser dogmático o fanático en su infidelidad. Respeta la piedad y la devoción y apoya aún aquellas instituciones con las cuales no está de acuerdo considerándolas como elementos venerables, hermosos ó útiles.
Honra a los ministros de la religión y declina aceptar sus misterios sin por ello agredirlos o denunciarlos.
El es amigo de la tolerancia religiosa y esto no es tan solo por su filosofía, que le exige ser imparcial con todas las formas de fe, sino por su caballerosidad y delicadez de sentimientos las cuales constituyen el séquito de una civilización“.
(1) El Cardenal John Henry Newman nació en Londres el 21 de Febrero de 1801 y falleció en Birmingham el 11 de Agosto de 1890. Su padre era John Newman un banquero y su madre Jemima Fourdrinier una Hugonote de estirpe francesa cuya familia se radicó en Londres como grabadores y fabricantes de papel. Newman aprendió religión (un Calvinismo modificado) en las rodillas de su madre. En 1817 ingresó al Trinity College de Oxford. Fue Vicario de Saint Mary en Oxford donde ejerció una profunda influencia espiritual en la Iglesia de Inglaterra. En 1845 se convirtió al catolicismo siendo recibido por el Padre Pasionista Dominic. En 1847 fue ordenado sacerdote y decidió seguir la Regla de San Felipe Neri. Fundó oratorios en Birmingham y Londres. Publicó numerosos libros, poemas y citas que tuvieron enorme repercusión entre ellos: Pérdidas y Ganancias (1848) donde describe su conversión., Dificultades de los Anglicanos ( 1849 ), el controvertido libro La Posición Actual de los Católicos (1851) y Apología Pro Vita Sua (1864) en respuesta a Charles Kingsley Fue el primer Rector de la Universidad Católica de Dublín. Tres años después de su fallecimiento se publicaron sus Oraciones y Meditaciones. El Papa León XIII lo nombró Cardenal en 1879. En 1893 se fundó el primer Club Newman en la Universidad de Pennsylvania (EE.UU.). Fue declarado Venerable el 22 de Enero de 1991. En Argentina, el colegio Cardenal Newman, del cual el autor es ex alumno (Promoción 1967), inició sus actividades en marzo de 1948 a cargo de los Christian Brothers.