miércoles, 6 de febrero de 2008

Identidad argentina en construcción (más allá del pesimismo)


Una hazaña increíble: la integración de tradiciones culturales antitéticas
El filósofo Víctor Massuh expuso en la Cátedra sobre "Rasgos perdurables de una identidad argentina". En esta página transcribimos su ponencia.

Toda vez que los argentinos nos referimos a la marcha de nuestras instituciones, lo hacemos con perplejidad y desaliento. No estamos conformes con nosotros mismos y nos acusamos unos a otros. El desconcierto y la desolación terminan buscando en el pasado a los culpables de los males presentes. Ya hay quienes razonan así: si nos equivocamos y tantas veces, ¿no será que la mayor parte de nuestra historia es una acumulación de problemas irresueltos, de rupturas soldadas epidérmicamente, y que la identidad argentina es una constante decepción? Yo no me cuento entre estas almas sensibles.
Pido perdón a mi audiencia de no ofrecerle un panorama depresivo que es lo único que pone eufóricos a mis compatriotas en estos días. No formo parte de esa inteligencia argentina que se complace morbosamente en la enumeración del fracaso, demora más de la cuenta en su análisis, al punto de convencernos que todo derrotismo es un triunfo moral.
Para ello basta con esa chatura mediática que sin descanso celebra la danza de la muerte en torno a un país malogrado por la crisis. No me tapo los ojos, por supuesto, ante el descalabro presente. Pero quiero abrirlos hacia el pasado porque me interesa el futuro de nuestras instituciones. Y esta es mi imagen: en el pasado hemos seguido una notable trayectoria hacia la integración de contenidos opuestos. Integración, convergencia, síntesis. No digo que no hubo rupturas violentas, charcos de sangre, guerras estúpidas, enconos fratricidas. Reconozco, sin embargo, que hubo desgarramientos legítimos que volvieron al país casi invivible: entre la tradición hispana y el jacobinismo de la Revolución de 1810; entre la pasión caudillesca y el racionalismo moderno; la Argentina atlántica y la mediterránea; la militar y la civil; la de economía cerrada y la abierta.
Pero al cabo, el país dio siempre el paso de la superación integradora, la convergencia, la unión de opuestos, el reconocimiento del otro. Es preciso recordar que lo mejor de nuestro país, aquello de lo que no podemos avergonzarnos, fue el resultado de una hazaña increíble: la integración de tradiciones culturales antitéticas: la indígena, la hispana de la Conquista y la Colonización, la criolla de la Independencia y la Organización Nacional, y la inmigratoria de fines del siglo XIX hasta comienzos del siglo XX. La historia fue acogiendo cada uno de esos legados y mediante una lenta sedimentación, los convirtió en implícitos mandatos de una voluntad argentina.
Es cierto que esa voluntad hoy está enferma y en eclipse. Pero es preciso tener una clara conciencia de sus contenidos -que en adelante enumeraré brevemente- si deseamos promover su reencuentro con la luz. El legado indígena no tuvo en nuestra tierra la misma fuerza civilizadora que en otros países de Iberoamérica. De todos modos en nuestro origen estuvo el indio con suerte diversa y silenciosa presencia. Tanto en el Norte como en el Sur y el Litoral argentinos, fue el mensajero de una religiosidad telúrica, una estética celebratoria de la inmensidad cósmica, una sabiduría mítica que concibe a la criatura humana como parte de la naturaleza y no como su señor.
En varias provincias del Noroeste, por ejemplo, pervive una pátina arcaica que colorea la piel, los alimentos, la música, la literatura, las artes y el pensamiento. Escritores como Manuel J. Castilla y Héctor Tizón; folkloristas como Atahualpa Yupanqui, Jaime Dávalos, Cuchi Leguizamón, Eduardo Falú y Rolando Valladares; pintores como Medardo Pantoja, Lobo de la Vega, Timoteo Navarro, Hugo Irureta, Blanca Machuca, Enrique Salvatierra y Víctor Quiroga; ensayistas como Joaquín V. González, Ricardo Rojas, Bernardo Canal Feijóo, Adolfo Colombres y Rodolfo Kusch, todos ellos sintieron y pensaron la Argentina poniendo el oído en la voz callada del indio.
Esa voz cuenta en la polifonía de la identidad argentina. El legado ibérico desparramó sus semillas en nuestra identidad de manera hegemónica a lo largo de más de tres siglos. La Conquista, la Evangelización y la Lengua dejaron una impronta indeleble. Los desbordes de la Colonización fueron atenuados por la Evangelización y las Leyes de Indias. Pese a la infamia de la Inquisición, la Iglesia Católica difundió una ética universalista que irradió en las capas populares y permitió, en un primer momento, iniciativas innovadoras como las misiones jesuíticas, asimiló cultos vernáculos y, llegado el momento de jugarse por la patria en ciernes, sus sacerdotes llenaron el Cabildo de Mayo y, más tarde, la casona tucumana de 1816. La lengua de Castilla, que unificó espiritualmente a todo el Subcontinente Americano, fue también factor de unión de comunidades indias incomunicadas entre sí por una infinita fragmentación de etnias y formas dialectales que desconocían la escritura. El idioma español abarcó casi toda la geografía cultural del Nuevo Mundo y fraguó un rasgo hispanoamericano que quedó definitivamente incorporado a la identidad argentina. Desde entonces pertenecen al patrimonio espiritual argentino: Garcilaso Inca de la Vega (peruano), Rubén Darío (nicaragüense), José Martí (cubano), José Enrique Rodó (uruguayo), Alfonso Reyes (mejicano), César Vallejo (peruano) y Pablo Neruda (chileno), tanto como nuestros próximos Sarmiento, Lugones, Alejandro Korn y Borges.
El tercer legado, el criollo, cristaliza a partir de Mayo de 1810. Desde mucho antes se vino ahondando la ruptura entre el padre y el hijo, entre el español y el americano. El criollo rompe con España, además, para devenir europeo, para abrir un paso franco al racionalismo ilustrado, a los derechos del ciudadano, a la división de poderes del sistema republicano; abrir un paso a la noción de progreso, a la autonomía de la razón frente a la fe, a la apertura al mundo. En suma, para movilizar la voluntad romántica y fáustica de crear de la nada un país, haciendo tabla rasa de su pasado: el español, el indio y el negro fueron considerados retardatarios. Pese a estos excesos lamentables, la Argentina criolla fue de una creatividad inaudita. Fue capaz, en circunstancias atroces, de un coraje único: la Independencia de 1816.
Si bien fue desmesurada su negación del pasado, es evidente que sus protagonistas se sentían fascinados por algo nuevo. Moreno, Belgrano, San Martín, Pueyrredón, Rivadavia, Echeverría y toda la generación del 37 caminaban por el borde del abismo, pero sentían la embriaguez de una libertad total: la de inventar un país.Y esta fiebre se extendió a todo el siglo XIX. Basta evocar tres momentos estelares: un santo de la espada cruza los Andes para poner en actos esta verdad eterna: sólo ayudando a liberar a otros se asegura la propia libertad.
2) Un abogado tucumano se encierra en su casa de Valparaíso y no la deja hasta tener redactado el texto Bases y Puntos de Partida para la Organización Política de la República Argentina que envía de inmediato a Urquiza en 1852.
3) Un sanjuanino genial metió a la patria en su propia vida a un punto tal que aún hoy todo lo grande que pueda hacerse llevará su nombre.
La Argentina criolla echó las bases de un Estado democrático, produjo instituciones adaptadas a su fisonomía, un pensamiento y una literatura no deudores de la península, y consolidó el sentido de una identidad abierta a la aceptación de los contenidos de su pasado y también de otras regiones y culturas del mundo.
La condición abierta de la identidad criolla se fortaleció con la aparición del cuarto legado: el aporte inmigratorio que se desparramó sobre nuestro suelo a partir de la segunda mitad del siglo XIX hasta las primeras décadas del xx. El 75% de la población actual tiene su origen en aquella inmigración. Al cabo del tiempo transcurrido, ella contribuyó a definir tres rasgos ya incorporados a la identidad argentina.
En primer lugar, la condición de país abierto al mundo y que otorga un crédito suplementario a todo lo venido de afuera. Nuestra Constitución sacralizó una y otra vez este rasgo poco frecuente en el Acta fundacional de cualquier país. Receptores de una inmigración masiva, nos convertimos en lo que Ortega y Gasset llamó "país poroso", cualidad que él señalaba como necesaria para el nacimiento de una gran cultura. Y en esto la Argentina, según el filósofo español, era comparable al “milagro” de la Grecia clásica que acogió lo asiático pero transfigurándolo en una identidad nueva.
En segundo lugar, otro rasgo de la identidad argentina aportado por la inmigración es el pluralismo. En virtud del así llamado mestizaje de nacionalidades, religiones, etnias y lenguas diversas, el argentino aprendió a sentirse un ciudadano plural. En letras, arte, economía, ciencia y filosofía nos habituamos a convivir con tradiciones y escuelas diferentes, a entrar y salir de ellas con una soltura mayor que el hombre culto de otras latitudes para quien la tradición es un férreo condicionamiento. Este rasgo nos predispone al cosmopolitismo, a una visión planetaria, incluso a la universalidad.
No otra cosa quiso significar Borges al decir que "nuestra tradición es el mundo". En tercer lugar, la inmigración promovió una visión del país que pone el acento en el futuro como espacio para la aventura y el "segundo nacimiento". El inmigrante abandona la rigidez de un oficio heredado y adquiere la plasticidad necesaria para asumir otros ocasionales; juega con una lengua diferente y nuevas costumbres; se proyecta en el destino del hijo convertido ya en la encarnación del país venidero.
Pero ocurre que el hijo ya no es la continuidad del padre extranjero, sino que éste continúa al hijo argentino que logró la fluidez del arraigo y el aplomo de pertenecer a un nuevo sistema de comportamientos. El padre es hijo de su hijo.
Lo cierto es que para la Argentina inmigrante el futuro era más real que el presente y el pasado. Más que continuar una tradición, se aspiraba a crearla. Esa Argentina inmigrante soñó con comienzos de toda índole, con iniciar una estirpe, asumir a pleno una libertad creadora.
Justamente en 1922, el mayor filósofo argentino, Alejandro Korn, publica su ensayo La libertad creadora, que podría considerarse el credo filosófico de ese futurismo de la inmigración convertido en esperanzada voluntad argentina. El énfasis futurista de la inmigración me lleva evocar el reproche de Paul Groussac, quien al comienzo del siglo anterior lamentaba "la tibieza del sentimiento histórico" en la Argentina de su tiempo (Del Plata al Niágara). "Tibieza" hacia el pasado que muchas veces fue algo más: negación y olvido.
Pienso que esta actitud del inmigrante también estuvo presente, con gestos más duros, en otros momentos decisivos de nuestra evolución: fue la del español frente al indio, del criollo ante el español. Pero también hubo "tibieza" del inmigrante con su tierra de origen, porque quería reunir todas sus energías para apostarlas en el casillero del futuro.
Bien o mal, así construimos nuestra historia los argentinos: volcando todas las luces hacia adelante y despojándonos del pasado como un lastre que dificulta la marcha.
La divisa intelectual de las dos primeras décadas del siglo pasado fue plus ultra. Su euforia futurista cobró acentos épicos en los cantos a la Argentina (Darío) y a los ganados y las mieses (Lugones).
Hoy nos encontramos lejos de aquella euforia y más bien sentimos la fatiga del futurismo. El horizonte se ha cerrado y es reemplazado por una retórica que lo invoca para ocultar el presente. Cunde el desánimo o el encono ciego y sin salida. Tampoco sabemos cómo insuflar en nuestros hijos el apego a su tierra. Es tiempo nublado.
Al cabo de una accidentada aventura histórica, los argentinos hemos hecho un camino prodigioso integrando valores indígenas, hispánicos, criollos e inmigratorios; sin embargo, hoy nos sentimos en la cola del mundo.
Justamente en un mundo que tiene la vista puesta en la idea de integración como meta de una formidable aventura cultural. La superación de las antinomias, el esfuerzo en favor de la fusión de opuestos o de su convergencia, son metas legítimas de nuestro tiempo en cualquier espacio de avanzada mundial. Veamos algunas de las promesas dominantes de nuestro tiempo.
En la esfera de la globalización, por ejemplo, sigue siendo la unidad de lo diverso, su énfasis en lo humano global a través de la comunicación, el legítimo llamado cosmopolita a esa patria común que subyace en las patrias. Por supuesto, en este campo las frustraciones asedian, porque no se puede hablar de planetarización con un lenguaje de amo grosero y arrasando con las diferencias. En religión, crece el ecumenismo y el diálogo intercultural: los fundamentalismos violentos pueden ganar las calles pero no las conciencias.
En cultura, las tradiciones más variadas se integran espontáneamente y van del brazo en música, ciencia, literatura, filosofía, moda, cine, televisión, arte culinario y turismo, pese a los agoreros de un "choque de civilizaciones". Hace décadas se difundió en la humanidad un progresismo que programaba enterrar el pasado apostando a la aparición revolucionaria de lo nuevo como solución integral de males humanos. Pero ocurre que hoy el pasado del mundo vuelve en casi todas sus formas, fecunda el presente con su variedad y presenta un paisaje prodigioso: la simultaneidad de lo diverso.
Se abren archivos clausurados, ceden prohibiciones bochornosas; minorías regionales despiertan dentro de un contexto nacional dominante; por todas partes brotan ruinas que hacen del pasado prehistórico nuestro contemporáneo. Toman la palabra textos que durante siglos estuvieron mudos, e ideas que antaño brillaron como estrellas. El mismo arte de curar entremezcla terapias modernas y arcaicas nacidas, éstas, de culturas remotas.
¿Cómo hablar de "choque de civilizaciones"? Más bien habría que hablar de una "integración de civilizaciones", de simultaneidad de lo diverso, de lo propio y de lo ajeno.
Pasa algo en el extremo del mundo y tomamos partido como si ocurriera a nuestro lado. Se tiende a entrecruzar los géneros: la lógica silvestre de los mitos primitivos se confunde con la razón discursiva; el mundo clásico enlaza con la modernidad; la lección del filósofo occidental, tan autosuficiente, busca nutrirse de la sabiduría de Oriente tanto como de un relato bantú de la Africa recóndita.
Hoy el lector y el contemplador de cultura empiezan a ensayar, por vez primera, la experiencia de ser contemporáneos de todo-tiempo. La misma ciencia que en el siglo XVIII conquistó su autonomía frente a la religión, a la ética y a la política, hoy advierte que sólo puede preservar esa independencia efectuando nuevas alianzas con sus viejos contendores: estos mismos han cambiado.
Pensemos en las incursiones de la bioética y el genoma humano: la ciencia no sólo busca prolongarse en la tecnociencia sino también en la sabiduría. Perdonen ustedes esta visión inevitablemente epidérmica del mundo contemporáneo, cuya mejor aventura tiende sencillamente hacia la integración, la interdependencia de las culturas, la coexistencia de lo diverso.
Me pregunto con estupor: ¿no estuvimos acaso, nosotros los argentinos, viviendo esta experiencia en carne propia a lo largo de nuestra historia? ¿No hemos tratado acaso de complementar, fusionar, integrar tradiciones, genes, lenguas, nacionalidades, religiones, pasiones, estilos, ideas?
Me resisto a creer que el actual colapso de la vida argentina malogre esa notable preparación de su historia para participar hoy en la más noble y audaz aventura del género humano. Resulta difícil aceptar que con el descalabro político y económico actual, también estemos perdiendo ese enorme capital que lentamente habíamos acumulado.
Cuesta creerlo. Las culturas decaen luego de un florecimiento o mueren porque no se adaptaron a las nuevas condiciones de la creatividad humana. Decadencia o muerte. Ninguna de esas dos perspectivas son las nuestras. Por un lado no se sabe de qué florecimiento real habríamos decaído; por otro, el organismo social está vivo pese a la enorme sangría de la crisis.
Al respecto pienso que la creatividad cultural argentina no decrece y constituye una reserva intacta. Esto me hace pensar que por suerte el país es sólo un organismo inestable: hay órganos que están menos afectados que otros y de ellos puede venir el torrente de salud que restablecerá el equilibrio. En las circunstancias actuales no debemos olvidar que la "apertura al mundo" fue un acto de fe fundacional desde 1810.
Este acto creador continuó en el temerario país de las "Provincias Unidas de América del Sud" de 1816, el "dogma" echeverriano de 1837, el triunfo sobre Rosas, la Organización Nacional, la generación del 80, la Argentina "aluvional", la de la Ley Sáenz Peña y el desarrollismo frondizista. La meta fue siempre la apertura al mundo. Pero ese país abierto, en sus mejores momentos no se olvidó de sí mismo como nación. No estuvo dispuesto a caer en la anomia de una extraversión desmesurada, ni menos a renunciar a la condición de argentino.
Esta condición, con sus contenidos de orgullo y autoestima, es hoy un imperativo vital. Incluso para salvar nuestra tradicional apertura al mundo.

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